Es extrañamente hermoso perderle el respeto a los horarios del sueño.
De pronto te encuentras siendo dueño de la eternidad. Como un manto negro, vacío, todo tuyo y de nadie más.
Toda se extiende ante ti, para que juegues con ella; para que la llenes con todo aquello que se ahoga en los ruidos del día.
Y resulta que las barreras solo existen en la medida en que te importe tolerarlas.
Supongo que, en mi caso, lo que brilla también es la libertad de dejar de engañarse a uno mismo.
Disfrutas mil veces más de la vigilia una vez admites lo que ya sabías: que vas a enredarte en ella. Es en ese momento cuando te atreves a sacarle partido, a aprovecharla para lo que es: no para contar frenéticamente las horas que serías capaz de dormir si hicieses lo propio y te acostases de una vez. Sino para escuchar música, deambular y pensar, picar algo de la nevera; estar acompañado, si tal; para deleitarte con la visión de esa criatura extraña que es la ciudad cuando está dormida.
¿Es tiempo realmente perdido si, en vez de obsesionarte con perderlo, te resignas a disfrutar de él?
Supongo, también, que lo que brilla de todo esto es que se puede aplicar a muchos más aspectos que el sueño.
Y supongo que otra opción sería hacerme caso cuando me propongo dormir.
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